Aclarado sin centrifugado
El cambio político que vivimos en estos meses en España supone para nuestro sector un cambio también de expectativas. No me refiero, obviamente, a la alternancia en el Gobierno ni en la mayoría parlamentaria que lo apoya –que no tiene nada de particular en nuestro sistema democrático-, sino al hecho de que ambas deban coincidir con la puesta en marcha de nuevas medidas contra la crisis y con el impulso de nuevas políticas, coordinadas con las del resto de estados miembros de la Unión Europea, para reactivar la economía. Por difíciles que sean –que lo son- las circunstancias en las que se desarrollen estas nuevas políticas, el inicio de un ciclo de reformas que cuente con el respaldo de los ciudadanos pone a las instituciones en disposición de transmitir confianza en el futuro, que es justo lo que necesitamos en estos momentos.
La confianza que necesitamos -la de los consumidores, claro- no depende solo de lo que está haciendo nuestro sector frente a la crisis. En mi opinión, la alimentación y el gran consumo están dando un gran ejemplo, con su esfuerzo sostenido para mejorar la competitividad y trasladar a los ciudadanos las ventajas que eso supone. Seguro que podemos seguir mejorando, pero tenemos la percepción de que otros, empezando por las administraciones públicas, deberían hacer también lo que les corresponda. Dicho de otro modo, pensamos que recuperar la confianza en el futuro es un ejercicio al que está llamada toda la sociedad y por eso es tan importante que quien debe liderarla –al menos en las políticas que nos afectan a todos- demuestre desde el primer momento la seguridad y el empuje suficientes para hacerlo.
Además de las profundas reformas estructurales en las que nos jugamos un cambio rápido de expectativas económicas que reactiven el consumo, nuestro sector tiene su propia agenda de reformas pendientes para facilitar la actividad de las empresas. La primera de ellas es –como señala el documento de Prioridades Empresariales en Materia de Unidad de Mercado de la CEOE- superar la falta de criterios económicos por parte de las administraciones públicas, que ha provocado que, durante años, las nuevas normas se dicten con demasiada frecuencia de espaldas a los empresarios y a los profesionales del sector sobre el que se van a aplicar. Debemos exigir a las autoridades que comiencen por asegurar que todas las normas (presentes y futuras) se sometan a un riguroso control de necesidad –que no haya otras alternativas iguales o mejores para conseguir los mismos fines- y de proporcionalidad –que si es preciso dictarlas, se haga de la forma menos gravosa para las empresas.
Convertir la buena regulación en prioridad política es también una forma de luchar contra la crisis, porque el efecto de la mala regulación sobre nuestra competitividad frente a otros países es mucho mayor y más grave de lo que parece y porque se traduce en problemas concretos que nuestras empresas y nuestros trabajadores deben afrontar cada día y que suponen una pérdida injustificada de recursos: desde los altos índices de absentismo, al coste del transporte y la logística, pasando, claro está, por la repercusión de las exigencias administrativas desproporcionadas sobre los locales en el coste inmobiliario que soportan los puntos de venta.
Puestos a pedir, además de este esfuerzo por aclarar (reducir y simplificar) las normas que soportamos, debemos aspirar a que las nuevas políticas impidan que estas normas se centrifuguen. Me refiero, al coste añadido que supone para nuestro país que existan competencias concurrentes de distintas administraciones públicas y disparidades en las formas en que las mismas materias se regulan o aplican en distintos territorios. No se trata –claro está- de cuestionar la capacidad de las distintas administraciones públicas para ejercer las competencias que les son propias, sino de instar a que también conviertan en prioridad política la necesidad de coordinarse de la manera más eficaz posible para ahorrar a las empresas y a la sociedad costes innecesarios. Unos costes que, sencillamente, no nos podemos permitir.
Como representantes de empresas no cuestionamos quién deba ser el competente para aplicar, por ejemplo, el nuevo Reglamento del Parlamento Europeo sobre la información alimentaria al consumidor, que se aprobó el pasado mes de noviembre, pero sí cuestionamos que, tratándose de una norma comunitaria, la responsabilidad por etiquetado incorrecto de los alimentos se exija de manera diferente en distintas comunidades autónomas porque eso, sencillamente, no tendría ninguna justificación. Seguro que ésta y otras normas parecidas nos darán muchas ocasiones en el futuro de trabajar con las autoridades en esa coordinación que, de momento, es solo una buena expectativa ligada al cambio que vivimos. Esperemos que los consumidores se beneficien pronto de ello y que eso se perciba también en la confianza que demuestren en el futuro de nuestro país.